El reloj más grande del mundo

Hace ya unos años, en Rabat, conversando con mi buen amigo Abdelatif Hayami sobre la cultura y las formas de vivir, pude comprender hasta qué punto la experiencia que tenemos del tiempo es quizás una de las más personales y subjetivas, y que depende en gran medida de nuestra cosmovisión. En aquella ocasión hablábamos de cómo en Marruecos, a medida que las pautas europeas fuesen desplazando a las formas de vida tradicionales, aparecerían inevitablemente la prisa y el estrés. Los relojes marcarían un ritmo que, hasta ese momento, en aquellas latitudes, estaba aún sólo determinado por ciclos naturales.

Los suizos tienen relojes, sí, pero nosotros tenemos tiempo”, me decía el hermano Abdelatif con una cierta convicción de que la forma de vida de la tradición islámica estaría por encima de ese mecanicismo alienante que nos convierte en siervos de la cifra y de la eficiencia.

Aquella conversación resurge hoy, paradójicamente, en medio de una reflexión sobre los musulmanes, el islam, el poder y el tiempo, suscitada por un hecho patético que, si no fuese por las funestas connotaciones espirituales que conlleva, sería digno de risa y clasificado entre las mejores obras de arte kistch o del surrealismo. Se trata de la reciente construcción, junto al Haram de Meca, de un gigantesco reloj que se postula como “El reloj más grande del mundo”. Se ha inaugurado a comienzos del último Ramadán con la intención de marcar “la hora islámica”, un tiempo supuestamente distinto de ese otro que hasta ahora consideramos convencional.

La estética del reloj quiere asemejarse al Big Ben, pero el resultado es un bodrio descontextualizado y horrendo, más aún cuando se yergue poderoso dominando el santuario, minimizando y fagocitando ese espacio sagrado donde los musulmanes guardamos lo mejor de nuestra memoria profética, el lugar hacia donde nos dirigimos en nuestra salat y en nuestra peregrinación.

Sus constructores -la empresa del consorcio Bin Laden Lt.- presumen de que su tamaño —un diámetro de cuarenta metros y una altura de 400— hace que el reloj pueda verse desde cualquier punto de La Meca y a una distancia de 25 kilómetros. Parecen querer superar al Big Ben mediante un Big Bang del mal gusto. La numeración de las horas, de manera elocuente, no utiliza la numeración arábiga al uso sino unos caracteres que, desde lejos, quieren parecer romanos pero que en realidad son simples marcas de referencia.

Los ulemas legitimadores del wahabismo se han apresurado a sancionar el edificio y el cronómetro como una muestra más del fervor y de la piedad de los gobernantes saudíes. Esto no es nuevo, es verdad. En todas sus aventuras de poder, el ser humano ha querido ser el señor del tiempo, marcar los ritmos, determinar los ciclos para poder así dominar los procesos socioeconómicos.

Así que, lamentablemente, ahora los musulmanes tendremos relojes, el mayor reloj del mundo, si, pero perderemos inevitablemente el tiempo, ese tiempo sagrado, ilimitado, donde es posible la paciencia, donde las cualidades humanas pueden florecer. Idolatrando esas proezas del dinero—que no de la ciencia ni de la tecnología, pues se trata de un concepto de tiempo tan convencional como el que animaba a los relojes de hace doscientos años— sólo conseguiremos que cada día nos resulte más difícil detenernos unos momentos a conversar, a observar algo detenidamente o tan siquiera pararnos a reflexionar.

Autor: Hashim Cabrera – Fuente: Webislam

 

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