La Plaza Djemaa el Fnaa

Esto no es Uganda. Aquí no hay niebla espesa rodeando las montañas de la Luna. Tampoco hay aguas mansas como las del Lago Victoria. Ni animales salvajes abrevando en una poza cercana al Okavango. Aquí no tienen un gran río que transmite mensajes dejados por antiguas civilizaciones. Ni mares misteriosos cuyas olas susurran historias de náufragos y piratas. Ni nieves perpetúas como las del Kilimanjaro. Ni bancos de arena como los de la costa del occidente de África. Ni dunas de forma caprichosas como las del desierto del Sáhara.

Esta de aquí es un África distinta, sencilla, cercana, amiga, pero llena de encanto. Al final, el sur del Sur estaba más cerca de lo que muchos pensaban. Tan sólo había que dejarse morir por los caminos polvorientos de mi África desangrada, sin rumbo ni destino, moviéndose como una peonza que da vueltas sobre sí misma, hasta caer en esta plaza de sueños, y aquí, finalmente saber encontrar las respuestas a esas preguntas jamás formuladas.

Y luego tal vez, porque no sé hacer otra cosa en la vida, escribiría la historia.

Una vuelta, y otra vuelta… otra vuelta más y regreso al principio. Esta plaza es como un laberinto del que no hay fuga posible. Siempre regresas a ella.

Regresé un día por sorpresa a Marrakech, sin proponérmelo. Tras años de ausencias recuperaba los olores de mi infancia, las estrecheces y oscuridades de esa medina siempre hechizante. El encanto no había muerto tras décadas de silencios mutuos, pero se había peligrosamente transformado.

Marrakech no era la misma. Marruecos era tal vez distinto. Pero la plaza de Jeemaa El Fna seguía allí, impertérrita, simplemente permaneciendo, siempre fiel a sus orígenes.

Me disfracé de extranjero, intenté olvidar lo aprendido, renegar de un pasado común con la ciudad y la plaza… y lanzarme después a descubrir las entrañas del ombligo del mundo.

Corros que se forman al azar siguiendo la voz del charlatán de turno, al calor del último sol de la tarde. Esa es la imagen que guardo siempre de Jeemaa El Fna. En Marrakech los crepúsculos aparecen y desaparecen tamizados por los humos de tantos puestos de comida improvisados en la plaza.

De entre una nube de cabezas sobresale la silueta recortada en la noche de un saltimbanqui loco que encaramado en un carrito relata viejas historias mientras juega a ser fakir. Su turbante naranja destaca entre las chilabas que cierran el perímetro de la circunferencia. En medio del tumulto, un farol de gas o petróleo ilumina la escena y su luz descubre los rasgos africanos y los pómulos marcados del falso fakir. En el fondo no es más que un cuentista con hambre. Pero sus historias viejas atrapan a los marrakchís: es la Plaza.

Asegura mi amigo Bachir que la Plaza es una sombra de lo que fue hace 20 ó 30 años. Esta vez no quiero tampoco creer en sus palabras. Me resisto a creer que perdí un tiempo precioso, un tiempo que no volverá. Y aunque Bachir estuviese en lo cierto, la Plaza se resiste a desaparecer y guarda todavía un frasquito de la esencia antigua y verdadera: la mezcla de la que se nutre Marrakech.

A la Plaza hay que desearla desnuda y vestida. Sucede como con los grandes amores. Nunca perduran, aunque tampoco se olvidan. Sonidos, razas, aromas, sensaciones. Mezcla. Cálida, acogedora, irreal, mágica. Plaza.

La Plaza. Mi Plaza. La gran Plaza de Marruecos. La Plaza de todos. La Plaza de los turistas. La Plaza de otros. La Plaza de Marrakech. La Plaza de África. La Plaza de Goytisolo. La Plaza del mundo.

Asociación de difuntos, asamblea de muertos, reunión de cadáveres, mezquita nada… De todas estas formas han traducido el nombre de la Plaza quienes ignoran todavía que Jeemaa El Fna no se traduce, tampoco se transcribe correctamente: Djemaá el Fná, Jaamá El Fná, Xemaá el Fná, Xamaa el Fnaa, Djeema El Fna, Djamaà-el-Fnaà, Jamaa El Fna, Jhemaà el Fnaà, Yamaa El Fna, Djemaâ El Fnâ, Chema el Fna, Yemaá El Fná, Jeema El Fna, y así hasta el infinito. La plaza es la Plaza, y su nombre se escribe de mil maneras, al igual que su espacio tiene mil lecturas distintas, y al final, como dice Goytisolo, no sabes por dónde cogerla. La plaza es la Plaza, la Plaza es todos los nombres en uno, la Plaza se escribe tal como suena y a veces suena tal y como se escribe, y otras no suena, solamente se percibe.

La Plaza es un sueño plural, a veces es varios sueños confundidos. Porque la Plaza sobre todo confunde, aunque también embriaga, y a veces extasía, incluso emborracha, a algunos los empobrece, o los disloca, hay a quienes pervierte, y a los osados envicia, a los tontos adormece, a los avaros despierta, al soñador lo mancilla, al enfermo de amores lo sana, y al cobarde de origen lo daña, al misógino lo transforma, al pretencioso lo enloquece, y así hasta el infinito, en todas partes y en todas las lenguas del mundo. La Plaza no puede entenderse ni siquiera en árabe. La Plaza no tiene idioma y los tiene todos, la Plaza es sonora y es muda, es limpia y es sucia, es cálida y es gélida, es valiente y temerosa, y así hasta el infinito. La Plaza es ambigua, incluso tal vez dicótoma. La Plaza no entiende naciones ni ellas entienden la Plaza, la Plaza es de todos los que la sienten. Es la plaza del mundo.

La plaza de Jeemaa El Fna crea lealtades inquebrantables. Los que la sufrimos somos algo así como un pequeño y selecto club abierto a todo el mundo. Sólo es necesario gustar de su compañía y aceptarla tal cómo es; de todas formas, “no hay por dónde cogerla”.

Cuentan que en cierta ocasión el escritor mexicano Carlos Fuentes visitó a su amigo Juan Goytisolo en Marrakech. Como buen anfitrión, Don Juan llevó a su colega a ver la Plaza y aseguran los que lo presenciaron que el mexicano quedó embobado ante el espectáculo multicultural y exclamó: “Es como si hubiésemos retrocedido quinientos años en el tiempo”. Y Goytisolo, mirando la Plaza repuso muy serio: “No, hemos avanzado quinientos años”.

Imágenes de la Plaza: espacio abierto. Canto religioso que se eleva hacia la esperanza. Viento del Atlas que levanta el polvo acumulado durante horas de canícula estival. El asfalto muchas veces arde. Se escuchan cascos de caballos repicando contra el suelo requemado. El humo de un cigarrillo desafía al viento. Bocinas, timbres, campanas de aguadores y esa flauta histérica que me persigue a todas horas. Los pies arrastrados de un mendigo. Miradas ausentes. La otra cara del drama. Perfil de minaretes recortados en lontananza. Nubes algodonosas que sostienen la silueta de la vieja Kutubiya. En el espacio amplio no hay nada, y a la vez está todo. Y uno está con todo el mundo, y al mismo tiempo está solo. La grandeza de la Plaza reside en que transforma a las personas. Nos hace esclavos del sueño. Y olvidamos. Somos parte de la magia. Nos convertimos por unos instantes en meros actores, simples marionetas de este teatro viviente, personajes en fin, que existen porque algún dios improbable se divierte allá en los cielos. A fin de cuentas, la ciudad y la Plaza fueron creadas porque a ese Dios viejo y sabio del que hablan a menudo los marrakchís, le gustan también las historias.

Cada día que pasa encuentro más tarados que vagabundean por esta plaza. Les han contado que éste es el lugar más mágico del mundo y vienen a beberse su magia. Pero todavía no saben que es imposible. La magia se lleva dentro, como la plaza, como la ciudad; uno lo descubre al momento, si no hay flechazo ya no hay esperanza. Es un amor a primera vista. No nacen amores verdaderos con la costumbre.

Delante de mí cruza un canadiense con melenas y barbas largas montando un inoportuno monopatín. Algunos extranjeros de aspecto hippioso intentan improvisar sus descoloridos espectáculos callejeros en el espacio natural de los vendedores de sueños marrakchís. Pero fracasan.

Cine mudo. Cine cómico de Chaplin: tres turistas mayores, ridículas, medio desnudas, pintarrajeadas persiguen sin éxito una calesa por media plaza. Tienen prisa por perder de vista el sueño y regresar al hotel. Algunos no llevan fantasía en la masa de la sangre, y al final no entienden nada.

Escucho las campanas de los aguadores martilleándome en el interior del cerebro. Las flautas histéricas de los encantadores de serpientes, el laúd, los tambores, los platillos de hojalata que repican entre sí… Lo escucho, lo siento, lo observo, lo huelo… Lo atisbo todo detrás de unas gafas oscuras, protegido de mis propios ojos. Las pupilas débiles juegan a veces malas pasadas. Ha caído la noche.

La Plaza: acróbatas, danzarines, encantadores de serpientes, fakires, narradores de cuentos, magos, adivinos, tatuadoras… espectáculos de todo tipo y por todas partes. Vendedores de sueños.

Corros de gente ensimismada en Jeemaa El Fna: me adentro en sus entrañas. Me detengo en cada atracción, como si fuese un simple turista, o un marrakchí, qué más da. Aquí hay espacio de sobra y para todos. Igual le presto atención a unos monos que a un curandero, a las serpientes o al viejo mellado que relata historias antiguas en un árabe cerrado que apenas comprendo. Músicos de la etnia gnaua agitando al viento sus borlas; un charlatán que vende milagrosas cabezas de ajo trinchadas para combatir el dolor de muelas; otro coetáneo de Matusalem que cuenta cuentos de sus tiempos olvidados; la mujer de espalda curva recita de memoria el Corán y asegura que sus plegarias sanan a los enfermos; el médico autodidacta se empeña en poseer la receta de un agua sucia y mágica; otro curandero más que vende pócimas y ungüentos; el otro de más allá relata sucesos horribles; hay acróbatas mágicos y magos que realizan acrobacias, bailarines a cielo abierto, astrólogos que buscan estrellas en un cielo empañado de humo; hay también un hechicero que juega con piedras sagradas ante un teléfono móvil de última generación; el dentista callejero perdió un día muy lejano todos sus dientes y ahora se encarga de arrancar los ajenos; un pesador de personas y su báscula infalible; el tratante de dentaduras postizas mil veces utilizadas, aquí todo se recicla hasta el infinito; otro falso tuareg que pervierte mis ojos hipnotizándome con un imposible mercurio líquido; un anciano erudito al que la gente pregunta cosas y siempre responde, aunque creo que casi siempre inventa las respuestas; tres calígrafos de pulso tembloroso, dos cartógrafos hacedores de mapas antiguos que marcan la existencia de improbables tesoros perdidos, cuatro escribientes y todo tipo de oficios del pasado; sobresale entre ellos un hombre muy flaco que lee el periódico a los iletrados, y sobreactúa para ellos; velada está siempre la vendedora de cestos de mimbre; otra mujer también velada que lleva en sus manos bonetes de fieltro blancos; un caradura simula llamar por teléfono a las antípodas de Australia o a los Estados Unidos; han improvisado un mini-golf que hace furor entre algunos niños “privilegiados”; otros con menos suerte disfrutan boxeando ante un corro de curiosos sedientos de golpes; un hombre reposa inmutable con los pies desnudos dentro de una jofaina de agua; otro no menos imperturbable degustando un supuesto té milagroso; hay un grupo distraído que toca flautas y tambores con el convencimiento de que nadie en la plaza les escucha; un hombre extremadamente grueso mide la fuerza de otros; grupúsculos de teatro callejero; cómicos improvisando ajadas representaciones del pasado, la simplicidad de la comedia griega de nuevo en escena, también la tragedia; esforzados contorsionistas; un viejo tocado con un elegante turbante verde juega con blancas palomas; herbolarios venidos de los contrafuertes del Atlas; sanadores varios llegados de las gargantas del Todra; oscuros maestros de la hipnosis y la quiromancia arrancados por la fuerza del vil metal de los poblados saharianos junto a las fronteras argelinas; barbudos danzantes travestidos como si fueran mujeres; hay un niño pálido que asegura poseer una alfombra voladora; otro niño más que amaestra a un mono sabio; hombres y mujeres pescando botellas de litro y medio de refrescos inclasificables. Entender las diversiones de los marrakchís no está al alcance de todos. Vienen a la Plaza con curiosidad e ignorancia, o tan sólo con ganas de divertirse, hay algo mágico que les empuja a congregarse alrededor del primer chiflado que improvise cualquier monería. Unos bajan a la Plaza a ver la vida, otros la sufren y vienen a buscársela. Unos no esperan nada de ella, los otros creen tenerlo todo. Y entonces incluso se derrumban los mitos. Ambos están equivocados: la Plaza es un reflejo del mundo, un resumen de la vida misma.

A esta hora de la noche la Kutubiya está completamente iluminada. Media luna fosforescente se le ha puesto encima. Los puestos de comida rellenan el vacío y embrutecen la atmósfera de humo y olores a refrito. Luces naranjas, faroles de gas, bullicio incansable. Coches, motos, bicicletas, calesas, carros tirados por mulas y asnos, gente con los ojos encendidos que van y vienen, puede verse todavía la ilusión en sus miradas que se cruzan sin conocerse; tubos de escape que agonizan, a muchos se les superponen voces erráticas, cuerpos sudorosos que siempre se esquivan… Sueños. Hay otros mundos pero están en este Marruecos nuestro. Aquí, en la plaza de las mil y una ilusiones es improbable que alguien no encuentre su espacio. Aquí, pese a las estrecheces y los empujones, hay sitio para todos, no en vano, es el lugar más grande del mundo.

Sin duda, si tuviese el poder o supiese el secreto o adquiriese la habilidad de partirme en dos, una de mis mitades siempre estaría sentada en la terraza de un Café, en la plaza Jeemaa El Fna. Y allí aguardaría de nuevo la noche, hasta que desde lo alto de un minarete parte una voz devota que llama a la oración y nos recuerda que no hay más dios que Allah y que Mohamed es su profeta, y que todos los mortales deben temerle a la muerte, pues sólo ella podrá alejarnos para siempre de la Plaza. Y quizás ni ella será capaz de apartarnos del sueño interminable de Jeemaa El Fna: aunque me pierda mil veces y en otros mundos, sabré encontrar el camino; el humo de esta plaza, de nuevo podrá guiarme.

Marrakech; La ciudad de las mil y una seducciones. Asumirla de golpe no es fácil. Son demasiadas imágenes, olores, sonidos, colores… Es imposible en un sólo día, en un sólo viaje, en una sola vida. Por eso muchos regresan. Algunos para siempre.

Terminado aquel viaje me daba cuenta que había derribado viejos tópicos. Marruecos y Marrakech no eran ya cómo los recordaba. El país estaba cambiando a marchas forzadas y a poco que uno se descuidase, la próxima vez ya no sería capaz de reconocer el escenario de los sueños infantiles.

Mi viaje al sur del Sur iba a ser finalmente un viaje al corazón de las tinieblas, al fondo de las realidades humanas: las miserias de un mundo injusto y desigual. Si Joseph Conrad levantara la cabeza, supongo que en lugar de remontar el río Congo para deslizarse por las sombras en ese viaje imposible al corazón de las tinieblas, hubiese vagabundeado el Marruecos de principios del siglo XXI, y allí, una vez superado el horror, estarían sin duda ante él, todas las luces del mundo.

Y fue entonces, cuando entre todas las miradas de la Plaza creí ver una que conocía de otro tiempo, de una tarde de mi adolescencia. Habían pasado los años y él, si era él, también había envejecido, aunque seguía llevando la misma túnica blanca y tenía aún el pelo ensortijado, ahora algo canoso y no llevaba babuchas, como entonces, en aquel atardecer de nuestras adolescencias mezcladas, cuando buscando con los ojos la línea del horizonte oscuro, descubrimos sin saberlo, todas las luces del mundo. Nos miramos ahora pero no nos vimos, o tal vez no quisimos vernos. Lo más probable es que él no fuese él y que yo tampoco fuese ya el mismo. “Al-Magrib al-Aqsa ”, murmuré para mis adentros mientras todavía nos aguantábamos la mirada entre el gentío. Y allí estaban otra vez, ante mí, todas las luces del mundo.

Había tardado demasiado en marcharme de una ciudad fundada por nómadas y cuyo nombre Marrakech, significa “vete deprisa”, y ahora tal vez, transcurrido el tiempo de un viaje y de una vida, no encontraba el momento apropiado para irme. Aunque hubiese llegado ya el instante de finalizar mi historia en el sur del Sur, aunque fuese aquel el momento propicio para marcharme, intuía que en Marrakech, en el fondo, aunque uno se vaya deprisa, jamás termina de marcharse del todo.

Finalmente, aquella mi última tarde en la plaza de Jeemaa El Fna me convertí sin saberlo en un taumaturgo anónimo que no controla siquiera su propio destino, y me di cuenta incluso de dónde estaba. Sobredosis de realidad. Aquel había sido también un viaje introspectivo, una expedición al corazón de las tinieblas. Vencido el horror llegaba el momento de enfrentarme a la verdad: había disfrazado de nuevo la vida. Mi lugar no estaba allí, ni tampoco en otros rincones de África, mucho menos en Europa; mi lugar supongo era el viaje. Allí habría espacio de sobras para todos. El mundo no era entonces todavía de los justos ni de los pecadores; y todos teníamos derecho a la Plaza. Porque allí, ni los dioses tendrían capacidad para juzgar a nadie. En parte porque aquella plaza era ya entonces un lugar irrepetible, corazón de Marrakech, alma resumida de Marruecos, y tal vez, sólo tal vez, el ombligo del mundo.

Aquella última tarde de mi vida marrakchí, mientras anochecía por detrás de la mezquita de la Kutubiya y las voces de Marrakech se apoderaban lentamente de la ciudad, comprendí que mi tiempo, como el de aquel Marruecos que solamente recordaba, había pasado ya, y a partir de ahora, viniese lo que viniese, Marrakech ya no sería la misma, y en al-Magrib al-Aqsa tan sólo nos sobrevivirían las nostalgias de adolescencias mezcladas.

Después de todo, me había dado cuenta a tiempo de que estaba cansado y tenía aún muchos viajes por delante. Permanecer allí no hubiese sido justo, ni lógico, para nadie. Aquella tarde realicé por fin un ejercicio de cordura y vi la plaza tal y como era en realidad. Quise entonces regalarme una despedida digna del lugar, e incluso llegué a creer que era capaz de detener el tiempo y aguantar en mi memoria la imagen que se escapaba con la llegada de los nuevos tiempos. Fue doloroso, como cuando te metes en la cama y descubres que la mujer que amas ha envejecido y con los años perdió su belleza y en nada se asemeja a la imagen que recordabas de ella, pero aun y los cambios, la quieres todavía con más fuerza.

Aquella tarde, en Jeemaa El Fna, ahora lo sé, estuve a un paso de encontrar y perder el paraíso, y separarme para siempre de mi sombra y arrancarme a mí mismo el corazón, y terminar de morir del todo.

( Nota: cuando empecé a escribir un post sobre la plaza, encontré este escrito y supe que nunca hubiese transmitido mejor la esencia de la Plaza,así que he copiado este maravilloso escrito para que disfruteis con él. )

http://www.fronterasdepapel.com/abril2009/Marruecos_Marrakech_Plaza_Jeemaa_El_Fna.htm

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